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Saturday, December 18, 2010

Santidad

LA SANTIDAD
El término de santidad viene de la calidad de ser santo. Santo es perfecto, libre de culpa. Dícese de lo que está especialmente separado para Dios.
La Biblia dice que la santidad es una cualidad de Dios y de su Espíritu.En Levítico 19:2 dice la Palabra "que debemos ser santos por que Dios es santo" compárece con 1 Pedro 2:15,16.
En Exodo 15:11 y 1Samuel 2:2 se nos dice que la santidad de Dios es incomparable. El Salmo 22:3, dice que "Dios es santo y que habita entre las alabanzas de Israel." Dios no está en un lugar donde se alabe al hombre, o ha algún objeto. Dios es Dios y no comparte su gloria ni con el hombre ni con objeto alguno que pretenda igualarse a él.
En la Biblia tenemos el caso cuando Luz Bella quiso igualarse a Dios y tomar posesión del trono del Creador. En Isaías capítulo 14:12 al 17 y en Ezequiel 28:12 al 15 , la Biblia nos hace un relato de la manera en que Dios destronó a éste ángel, lanzándolo al abismo. El mismo Jesús en cierta ocasión les dijo a sus discípulos que él vio como fue echado fuera del cielo a Satanás (Lucas 10:18). Dios fue el creador de todo lo que existe y sin él nada pudiera ser y aún más el Señor Jesús le dijo a sus discípulos sin mí nada podéis hacer (véase Juan 15:5).
Ahora bien, hemos dicho que Dios exige santidad en el hombre y esto para que haya una perfecta comunión entre ambos. Dios no habita en un corazón que no esté separado para Él. Por eso en Proverbios 23:26 dice "dame hijo mío tu corazón porque de él mana la vida." La Biblia dice además que sin santidad nadie verá al Señor.
Muchas veces al predicar y hablar sobre la santidad nos vamos a los extremos de lo físico, pero claramente nos enseña la Palabra de Dios que es en nuestro corazón donde habita el Señor y aunque nuestra apariencia física diga que somos cristianos y santos, si nuestro corazón no está separado como morada del Espíritu Santo, solo será apariencia. Job le dijo al Señor: "De oídas te había oído; más ahora mis ojos te ven" (Job 42:5). A Job Dios mismo lo describe como hombre perfecto, justo y separado para él, pero en el momento de dolor y angustia, Job pudo comprender que todavía no conocía a su Dios como él creía conocerlo, aunque era un hombre santo.
Si nosotros nos vamos a Gálatas capítulo 5, donde se mencionan una serie de obras de la carne podríamos comparar nuestra vida con este listado y ver cuan santos estamos para el Señor. La Palabra nos dice en 1 Tesalonicenses capítulo 4 versos 3 y 7 que la voluntad de Dios es que seamos santos; pues él nos ha llamado a la santificación. Esta santificación no es algo externo, comienza en lo interior del hombre y claro está la luz de Cristo se refleja en
el rostro y las obras del hombre. Jesús le dijo a Nicodemo, "tienes que nacer de nuevo" Juan 3:5. Para el hombre tener un nuevo nacimiento tiene que aceptar a Cristo como su Salvador personal y apartarse del mundo para servirle a él. Cuando el hombre da frutos dignos de arrepentimiento, entonces deja ver lo que hay en su interior. En Efesios capítulo 1 verso 4 dice que Jesucristo nos escogió para que fuésemos santos y sin mancha delante de él.
Dios le exige a su pueblo que tiene que ser santo, porque él es santo. Cuando Dios libertó a su pueblo Israel de la opresión del Faraón de Egipto, lo llevó hasta el Sinaí y allí le dio sus leyes y lo escogió como su pueblo, (véase Exodo capítulo 19). En estos tiempos nos escogió a nosotros como reyes y sacerdotes, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para anunciar las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable. (1Pedro 2:9).
Amado hermano y amigo, yo te exhorto en el amor de Cristo que cada día de tu vida busques esa santidad en el Señor, cada día que pasa se acerca más el momento en que suene la final trompeta y es necesario que cuando el Hijo de Dios venga por su pueblo lo halle viviendo en santidad y haciendo como él nos ha dicho.




En 2 Corintios 7:1, la palabra de Dios nos dice: “Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios”, en este versículo Dios nos dice algunas cosas que debemos hacer:
  • Nos habla de promesas, esas promesas que están el la palabra para todos los que en el creyeren y las promesas que Dios  en alguna oportunidad nos ha dado a cada uno.
  • El Señor nos dice que ya que tenemos esas promesas debemos limpiarnos de toda contaminación de carne y de espíritu, debemos alejarnos de todo aquello que pueda ser de contaminación para nuestro cuerpo, y además debemos buscar cada día más la presencia de Dios, orando, ayunando,  pidiendo su misericordia, para limpiar nuestro espíritu y para lograr apartarnos de todo lo que a Él no le agrada.
  • Dios nos dice que debemos perfeccionarnos en la santidad en el temor de Dios, debemos progresar constantemente en la santidad no por agradarse a uno mismo, o por lo que dirán las personas que nos rodean, sino con el temor  de Dios, buscando siempre de su presencia y creyendo que solo con su ayuda lo podremos lograr.
Si ya tenemos las promesas, es nada mas de alejarnos de toda contaminación y  tratar de ser irreprensibles en santidad delante de Dios, como dice la Biblia en 1 Tesalonicenses 3:13.
Según Josué 1:5-9, hay algunas cosas que nos pueden ayudar a acercarnos a esta santidad que Dios nos pide

“Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento” (Oseas 4:6).
“Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado” (Juan 17: 3).


Este es un error muy común, que sólo ocupa segundo lugar a aquél que hace de la muerte el salvador del pecado y el dador de la santidad; este error ha sido el causante de que miles no entren a disfrutar de la bendita experiencia. No reconoce la enorme maldad del pecado (Rom. 7:13), ni sabe cuál es el camino sencillo de la fe, por el cual únicamente puede destruirse el pecado.
La completa santificación es a la vez un proceso de resta y suma.
Primeramente se deja a un lado “toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones” (1 Pedro 2: 1); en realidad, se deja toda mala disposición y todo deseo egoísta que no es según Cristo, y el alma es limpia. La naturaleza de este estado o condición evidencia que no puede tratarse de un crecimiento, pues esta limpieza quita algo del alma, y el crecimiento siempre añade algo. Dice la Biblia: “Pero ahora dejad también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras deshonestas de vuestra boca” (Colosenses 3: 8). El apóstol habla como si una persona fuera a dejar estas cosas en forma muy parecida a lo que ocurre cuando se quita el saco, y lo deja a un lado. No es por crecimiento que el hombre se quita el saco, sino por una acción activa y voluntaria, y por el esfuerzo de todo su cuerpo. Esta es sustracción.
Mas añade el apóstol: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia” (Colosenses 3: 12). Tampoco uno se pone el saco por crecimiento, sino por un esfuerzo de todo el cuerpo, esfuerzo similar al que debió hacer para quitárselo.
Un hombre podrá crecer “dentro” de su saco, pero no podrá ponérselo por medio del crecimiento. Primero, antes de que pueda crecer “dentro” del saco deberá ponérselo. De igual modo una persona podrá crecer “en la gracia”, pero eso no quiere decir que podrá adquirirla, creciendo, Un hombre podrá nadar dentro del agua, pero no le sería posible nunca “nadar” primero, para así entrar en el agua.
No es por crecimiento como se sacan las hierbas malas del jardín, sino arrancándolas, y usando vigorosamente la azada y el rastrillo.
No es por crecimiento como se puede limpiar al niñito que ha estado jugando con el perro y el gato, y está todo sucio. Podría seguir creciendo hasta llegar a ser hombre, y ensuciándose más cada día. Es lavándole en abundante agua limpia como pueden esperar tenerlo algo presentable. Así dice la Biblia: “Al que nos amó, y nos lavó de nuestros pecados con su sangre” (Apoc. 1:5). “La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7). Y es cabalmente como cantamos:
Tú, nívea blancura a mi alma has de dar.
Por esa limpieza todo he de dejar.
Hay una fuente carmesí
Que mi Jesús abrió.
Muriendo en la cruz por mí,
Do limpio quedo yo.
Estas verdades le fueron dichas al anciano hermano arriba mencionado, y se le preguntó si después de sesenta años de experiencia cristiana, se sentía algo más cerca del inapreciable don de un corazón limpio, de lo que era el caso cuando comenzó a servir al Señor Jesucristo por vez primera. Confesó con toda franqueza que no.
Se le preguntó si no consideraba que sesenta años era tiempo suficiente para probar si la teoría del crecimiento era correcta o no. El dijo que sí, y por lo tanto se le invitó a que pasara adelante y buscara, al momento, la bendición de un corazón limpio.
Así lo hizo, pero aquella noche no obtuvo lo que buscaba, y la noche siguiente pasó otra vez al banco de consagración en busca de la pureza de corazón. No había estado de rodillas ni cinco minutos, antes que se pusiera de pie y, abriendo los brazos, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas y su rostro irradiaba con luz celestial, exclamó: “Cuanto está lejos el oriente del occidente, hizo alejar (Dios) de mí mis rebeliones” (Salmo 103:12). Vivió algún tiempo después, y pudo testificar acerca de la maravillosa gracia de Dios en Cristo, y luego se fue triunfante al seno de Dios, a quien, sin santidad, nadie podrá ver.


De igual modo, Dios quiere poner en cada alma convertida la dinamita del Espíritu Santo (la palabra “dinamita”, viene de la palabra griega “poder”, en Hechos 1:8, Versión Hispanoamericana), y destruir para siempre esa naturaleza antigua, molesta y pecaminosa, de modo que pueda decir con verdad: “Las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5: 17).

Pero todo esto desaparecerá cuando obtenga un corazón limpio, para lo cual requerirá una segunda obra de la gracia, precedida de una consagración hecha de todo corazón, y un acto de fe tan definido como el que precedió a su conversión.
Después de la conversión, hallará que su naturaleza es muy semejante a un árbol que ha sido cortado, pero del cual quedan aún el tocón y la raíz. El árbol no molesta más, pero la raíz hace que sigan saliendo los retoños, si no se tiene cuidado para que no crezcan. La manera más rápida y mejor es poner un poco de dinamita debajo del tocón y hacerlo volar.
De igual modo, Dios quiere poner en cada alma convertida la dinamita del Espíritu Santo (la palabra “dinamita”, viene de la palabra griega “poder”, en Hechos 1:8, Versión Hispanoamericana), y destruir para siempre esa naturaleza antigua, molesta y pecaminosa, de modo que pueda decir con verdad: “Las cosas viejas pasaron, he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5: 17).
Eso es cabalmente lo que hizo Dios con los apóstoles, el día de Pentecostés. Nadie negará que los apóstoles eran convertidos antes de Pentecostés, pues Jesús mismo les había dicho: “Regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lucas 10: 20), y una persona debe ser convertida antes que su nombre esté escrito en los cielos.
También dijo: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Juan 17: 16), y esto no podría decirse de hombres inconver­sos. Por consiguiente debemos llegar a la conclusión de que eran convertidos y, sin embargo, no disfrutaron de la bendición de un corazón limpio hasta el día de Pentecostés.
Que lo recibieron en dicha ocasión, lo declara Pedro tan llanamente como es posible hacerlo, en Hechos 15:8,9, donde dice: “Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones”.
Antes que Pedro recibiera esta gran bendición, un día estaba lleno de presunciones y al otro, de temores. Un día declaró: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré... Aunque me sea necesario morir contigo, no te negaré” (Mateo 26: 33, 35). Y poco después, cuando fue la turba a tomar preso a su Maestro, osadamente la atacó espada en mano; pero dentro de unas horas, cuando la sangre se le había enfriado un poquito y le había pasado la excitación, le tuvo tal miedo a una muchacha que juró y maldijo, y negó a su Señor tres veces.
Pedro se parece a muchos soldados, que son muy valientes cuando hay “algo grande” y todo es favorable, o que pueden soportar hasta un ataque de los perseguidores, para lo cual es necesario poner en juego las facultades físicas; pero que no tienen valor moral para vestir el uniforme cuando están solos en el negocio o en el taller de trabajo, donde tendrían que sufrir las burlas de sus compañeros de trabajo y las risas de los chiquilines de la calle. Estos son soldados a quienes les gustan las paradas de uniforme, pero que no quieren la lucha difícil en el frente de batalla.
Pero Pedro venció todo eso el día de Pentecostés. Recibió el poder del Espíritu Santo, que penetró en él. Obtuvo un corazón limpio, del cual el amor perfecto echó fuera todo el temor. Más tarde, cuando lo encarcelaron por predicar en las calles, y cuando al comparecer ante los tribunales se le ordenó que no volviese a hacerlo, contestó: “Juzgad si es justo delante de Dios obedecer a vosotros antes que a Dios: porque no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oído” (Hechos 4: 19,20). Y luego, no bien lo pusieron en libertad, salió otra vez a las calles a predicar las benditas nuevas de la salvación.
Después de eso no se podía espantar a Pedro ni tampoco se le podía exaltar con orgullo espiritual. Por eso, un día, después de haber sido empleado por Dios para sanar a un cojo, y cuando la gente, maravillada corrió para ver, Pedro les dijo: “Varones israelitas, ¿por qué os maravilláis de esto ¿o por qué ponéis los ojos en nosotros, como si por nuestro poder o piedad hubiésemos hecho andar a éste ... El Dios de nuestros padres ha glorificado a su Hijo Jesús... y por la fe de su nombre, a éste, que vosotros veis y conocéis, le ha confirmado su nombre; y la fe que es por él ha dado a éste esta completa sanidad” (Hechos 3: 12,13,16).
Tampoco el viejo y querido apóstol tenía ya nada de aquel mal genio que demostró en la ocasión cuando le cortó la oreja al infeliz hombre, la noche en que Jesús fue arrestado, sino que estaba revestido del mismo pensamiento que tuvo el Señor Jesucristo (1 Pedro 4: 1), y seguía a aquel que nos ha dejado ejemplo, para que le sigamos en sus pasos.
“Pero nosotros no podemos obtener lo que Pedro recibió el día de Pentecostés”, —me escribió alguien no hace mucho. Mas el propio Pedro, en el gran sermón que predicó aquel día, declara que podemos obtenerlo, pues dice: “Recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque para vosotros —judíos, a quienes ahora me dirijo— “es la promesa, y para vuestros hijos”, y no sólo para vosotros sino “para todos los que están lejos” —de aquí a mil novecientos años— “para cuantos el Señor nuestro Dios llamare” (Hechos 2: 38,39).
Cualquier hijo o hija de Dios puede obtener esto, si tan sólo se entrega a Dios sin reserva alguna y se lo pide con fe. “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis... Pues si vosotros siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan “(Lucas 11: 9,13).
Búsquenle de todo corazón y le hallarán; no hay duda de que le hallarán, porque Dios lo ha dicho, y él está esperando para darse él mismo a ustedes.
Un joven candidato para la obra del Ejército de Salvación se dio cuenta de que necesitaba tener un corazón limpio. Salió de la reunión de santidad y se dirigió a su casa. Una vez en su habitación, abrió la Biblia, se postró de rodillas al lado de su cama, leyó el segundo capítulo de Los Hechos, y le dijo al Señor que no se levantaría de sobre sus rodillas hasta recibir un corazón limpio, lleno del Espíritu Santo. No había estado orando mucho tiempo antes que el Señor descendió sobre él y lo llenó de la gloria de Dios. A partir de ese momento, su rostro resplandecía en verdad, y su testimonio hacía arder los corazones de quienes lo escuchaban.
Ustedes pueden obtener el don, siempre que acudan al Señor con el espíritu y la fe de aquel hermano, y el Señor hará por ustedes “mucho más abundantemente de lo que pedimos o entendemos según el poder que actúa en nosotros” (Efesios 3:20).


EL CREYENTE Y LA SANTIDAD
Dice Pablo en 1 Corintios 2:1-2 lo siguiente: “Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo por la voluntad de
Dios, y el hermano Sostenes, a la iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados en Cristo Jesús,
llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor
Jesucristo, Señor de ellos y nuestro”
En este pasaje el apóstol Pablo hace un llamado a aquellos, a quienes Dios ya santifico, esto es a todos sus
Hijos, incluidos usted y yo. El llamado es a andar como escogidos, como verdaderos hijos de Dios, con un
proceder apropiado, eso es lo que significa llamados a ser santos, o sea llamados a ser puros o limpios.
Esto también lo dice Pedro en 1 Pedro 1:14-16 que dice: “como hijos obedientes, no os conforméis a los
deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino como aquel que os llamó es santo, sed también
vosotros santos en vuestra manera de vivir; porque escrito está: Sed santos porque yo soy santo”
Tocante a la santidad son claros estos versículos en cuanto a que si bien es cierto fuimos escogidos,
santificados y purificados por Dios (Efesios 1:4, Efesios 5:25-27) También es cierto como menciona Pablo y
Pedro la santidad, es decir, la purificación o limpieza debe reflejarse en nuestra manera de vivir, es decir
exteriorizar la santidad que tenemos dentro, ya que no estamos llamados a otra cosa, más que a santificación
como dice 1 Tesalonicenses 4:7 que dice: “Pues no nos ha llamado Dios a inmundicia sino a
santificación” Cuan importante es creerle a Dios y a su palabra y sobretodo practicar, o hacer lo que esta
contiene
Nuestro actuar debe ser como alguien que ha sido escogido por Dios, antes de la fundación del mundo
(Efesios 1:4) es decir caminando en buenas obras, leamos lo que dice Efesios 2:10 “Porque somos hechura
suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos
en ellas”
Hay claridad en este versículo; fuimos hechos para hacer únicamente una clase de obras y estas son las buenas
obras, no las malas, esto tiene una intima relación con la santidad. Pero es importante aclarar que todos los
hijos de Dios, sin excepción sabemos cuando hacemos obras buenas y cuando hacemos obras malas, esto lo
dice el escritor de Hebreos en Hebreos 5:14 “pero el alimento sólido es para los que han alcanzado madurez,
para los que por el uso tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal”
Es imprescindible establecer que: La madurez solo y únicamente la alcanzamos a través del conocimiento de
la Biblia. Además es importante acotar que: todos sabemos cuando actuamos mal y cuando actuamos bien, no
es que exista una fuerza exterior que nos haga hacer lo malo recordemos lo que dice Pablo en Romanos 7:21
“Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí” O sea el mal no esta fuera del
hombre, está en el hombre.
El escritor de la carta a los Hebreos, es claro en cuanto a la demanda de Dios a Santidad corporal para
nuestras vidas y sobretodo para nuestro caminar en Cristo Jesús, leemos en Hebreos 12:9-10 lo siguiente: “Por
otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban y los venerábamos ¿Por qué no
obedeceremos mucho mejor al Padre de los espíritus, y viviremos? Y aquellos, ciertamente por pocos días nos
disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su
santidad”
Que importante estos versículos que afirman que debemos participar de la santidad de Dios; Ahora bien,
¿como podemos participar de la santidad de Dios? En primer lugar debemos analizar que la santidad en
nuestro espíritu ya nos fue imputada por Dios desde antes, pero la santidad en nuestra vida o en nuestro ser
integral, únicamente la lograremos con participación de nuestra voluntad y sobre todo con nuestra obediencia
a Dios y a su palabra, esto implica que no solo tenemos que ser oidores o lectores de la palabra de Dios, sino
fundamentalmente hacedores de la misma.
Leemos en la Biblia en los escritos del apóstol Pablo en Colosenses 3:5 lo siguiente: “Haced morir, pues, lo
terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría”
Este versículo, y muchos más escritos en la Biblia, no dejan duda que la santidad integral, y precisamente en
nuestro caminar, es responsabilidad nuestra, por consiguiente es necesario dice Pablo, hacer morir lo terrenal
en nosotros. Si hemos de buscar la santidad tenemos que tomar decisiones apropiadas y que agraden a Dios a
través de nuestro actuar, esto implica hacer rema las buenas obras que Dios preparó para que anduviésemos
en ellas. Esto es el verdadero condicionante para con Dios de acuerdo a su palabra; asimismo dice Hebreos
12:14 “Seguid la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor”
Podemos afirmar entonces que el evangelio, habla de una santidad que ya fue imputada por Dios a nosotros en
Cristo Jesús, como también habla, de una santidad que nosotros tenemos que buscar insistentemente. Estos se
completan mutuamente porque nuestra vida debe reflejar externamente esa santidad que ya nos fue imputada
por Dios.
Para concluir podemos afirmar como lo dijo Pablo en 1 Tesalonicenses 3:12-13 “Y el Señor os haga crecer y
abundar en amor unos, para con otros y para con todos, como también lo hacemos nosotros para con vosotros,
para que sean afirmados vuestros corazones, irreprensibles en santidad delante de Dios nuestro Padre, en la
venida de nuestro Señor Jesucristo con todos los santos”
  
 
 “Ya habéis visto lo que he hecho con los egipcios y cómo a vosotros os he
llevado sobre alas de águila y os he traído a Mí. Ahora, pues, si de veras escucháis mi
voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad personal entre todos los
pueblos, porque mía es toda la tierra. Seréis para mí un reino de sacerdotes y una
nación santa.”
Con estas palabras que Dios dirige a Moisés, se abre el relato de la alianza
del Monte Sinaí. Estas palabras presentan ante nuestra mirada una visión grandiosa.
Todo lo que Dios ha hecho hasta ahora, es decir, la creación del mundo, la Pascua, la
liberación de Egipto, todo tenía la finalidad precisa de establecer con el pueblo una
alianza y hacer de él una nación santa. La santidad del pueblo se nos presenta como
la finalidad y el contenido de la Historia de la Salvación.
La santidad es el tema dominante del libro del Levítico, en el que leemos: "Sed
santos, porque yo Yahvé, vuestro Dios, soy santo". En el Deuteronomio comienza a
clarificarse qué significa ser santos. "Tú - se lee - eres un pueblo consagrado a Yahvé
tu Dios. Él te ha elegido a ti para que seas el pueblo de su propiedad personal".
SANTO significa, pues, CONSAGRADO. Es decir, elegido y separado del
resto del mundo y destinado al servicio y al culto de Dios. SANTO es todo lo que entra
en una relación particular con Dios, después de haber sido separado de todo lo
demás.
Pasamos ahora, rápidamente, al Nuevo Testamento. S. Pablo escribe:
"Cristo amó a la Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella para santificarla,
purificándola mediante el baño de agua en virtud de la Palabra, y presentársela
resplandeciente a Sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que
sea santa e inmaculada".
Se repite, como vemos, a nivel no ya de símbolos, sino en la realidad, lo que
hemos visto a propósito del Sinaí. Todo lo que Jesús ha hecho (la Encarnación, la
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Pasión, la Resurrección) tenía esta finalidad: formar un pueblo santo, una Iglesia
santa.
S. Pedro, en la primera carta, aplicando a los cristianos la Palabra del Éxodo
que hemos escuchado, decía:
"Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo
adquirido".
De aquí brota el gran mandato que leemos en la misma carta de Pedro, que
constituye el tema de esta Asamblea:
"Así como el que nos ha llamado es SANTO, así también vosotros sed santos
en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: Seréis santos porque yo vuestro
Dios soy Santo".
El ideal de la santidad se transmite así de Israel a la Iglesia, del antiguo
pueblo al nuevo pueblo de Israel. Podemos, hermanos y hermanas, hacer ya una
observación importante. SER SANTOS, más que un mandato es un privilegio, es un
don, una concepción inaudita, una gracia. No es, como podría parecer, una obligación
superior a nuestras fuerzas, que el Señor carga sobre nuestras espaldas, no, sino una
herencia paterna que quiere transmitirnos. El motivo fundamental por el cual debemos
ser santos es que Él, nuestro Dios, es Santo. Es una especie de herencia que los hijos
deben asumir de su Padre. "Sed perfectos - dice Jesús - como es perfecto vuestro
Padre Celeste". Del mismo modo que cada padre o madre desea transmitir a su hijo,
junto con la vida, lo mejor que tiene, así el Padre celeste, que es Santo, quiere darnos
su santidad. Pero un padre y una madre transmiten lo que tienen, no lo que son (si son
santos, por ejemplo, no está dicho que los hijos sean santos; si son genios, artistas, no
necesariamente los hijos serán genios y artistas), un padre y una madre, por lo tanto,
pueden transmitir solamente "lo que tienen", no "lo que son". Dios, por el contrario, nos
transmite también lo que es. Él es santo y nos hace santos. Jesús es Hijo de Dios y
nos hace hijos de Dios.
Nuestra primera tarea es, pues, liberar la palabra SANTIDAD. Tenemos que
liberar esta palabra que está prisionera, tenemos que liberar la palabra SANTIDAD de
todo lo que inspira miedo, presentándola como un ideal demasiado alto para criaturas
hechas de carne y sangre como nosotros, como si hacerse santos significase
renunciar a ser hombres o mujeres normales, plenamente realizados y felices en la
vida. Es este un prejuicio difundido, debido quizá al hecho de que en el pasado se
ha unido frecuentemente la santidad a realizaciones particulares, éxtasis, milagros,
fenómenos extraordinarios, que no son lo esencial de la santidad.
Hemos de empezar enamorándonos de la palabra SANTIDAD, de tal
modo que al oírla no sintamos miedo, sino que vibren las cuerdas más profundas de
nuestro ser y nos llene de santa nostalgia. Nosotros estamos hechos para la
santidad. Según la filosofía humana, el hombre está determinado por su naturaleza,
es lo que es por nacimiento, un animal racional, o como queramos definir al hombre.
Todo lo que hace a lo largo de su vida no cambia esencialmente nada, sigue
siendo un verdadero y perfecto hombre, tanto si vive bien como si vive mal; esto para
la filosofía y el pensamiento humano.
Para la Biblia no es así. El hombre no es solo naturaleza, sino también
vocación. No es sólo lo que es desde su nacimiento, sino también lo que está llamado
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a ser con el ejercicio de su libertad en la obediencia a Dios. Ahora bien, según la
Escritura, nosotros estamos llamados a ser santos. "Nosotros somos - dice Pablo -
santos por vocación". Hemos sido creados a imagen de Dios. Esta es, según la Biblia,
nuestra auténtica naturaleza. Y estamos destinados a ser semejanza de Dios, y esta
es para la Biblia nuestra verdadera vocación. Por esto, S. Pedro podía decir:
"Así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos
en toda vuestra conducta".
Podemos sintetizar todo esto en una especie de silogismo, si esta palabra no
nos da demasiado miedo. El silogismo se compone siempre de tres proposiciones, y
es el siguiente: 1ª) El hombre y la mujer son los que están llamados a ser. 2ª) Pero el
hombre y la mujer están llamados a ser santos. 3ª) Así, pues, nosotros somos
verdaderamente hombres o verdaderamente mujeres sólo si somos santos. Es un
silogismo.
Ser santos significa, por lo tanto, ser criaturas realizadas, logradas. No ser
santos significa fracasar. Lo contrario de santo, hermanos, no es pecador, sino
fracasado. Sabemos que se puede fracasar en la vida de muchas maneras. Un
hombre puede fracasar como marido, como padre, como hombre de negocios, como
político... Una mujer puede fracasar como esposa, como madre, como educadora...
También un sacerdote puede fracasar de varias formas y un predicador también.
Pero se trata de fracasos relativos.
Uno puede ser un fracasado desde todos estos puntos de vista y, sin
embargo, continuar siendo una persona estimable, incluso un santo. Ha habido santos
que, humanamente hablando, han fracasado en todos los frentes, expulsados
incluso de la Orden religiosa que ellos mismos habían fundado.
No es así en nuestro caso. No hacerse santos es un fracaso radical e
irremediable, porque se fracasa en cuanto criatura, sin posibilidad de recurso alguno.
Tenía razón, por lo tanto, este poeta y creyente francés, cuando decía que "la única
desgracia irreparable en la vida es la de no ser santos".
El filósofo B. Pascal, que también era un gran creyente e incluso un místico,
ha formulado el famoso principio de los tres diversos niveles u órdenes de la
realidad: El orden de los cuerpos y la materia; el orden del espíritu o de la
inteligencia, y el orden de la santidad.
Una distancia casi infinita separa el orden de la inteligencia y del espíritu del
de la materia, pero una distancia infinitamente más infinita, dice, separa el orden de la
santidad del de la inteligencia, porque es un orden que está por encima de la
naturaleza, más allá de la naturaleza. Los genios, que pertenecen al orden de la
inteligencia, no tienen necesidad de las grandezas carnales y materiales, las riquezas,
que nada les añade y nada les quita. De igual modo, los santos, que pertenecen al
orden de la caridad y de la gracia, no tienen necesidad ni de las grandezas carnales
ni de las intelectuales, que nada les añade y nada les quita. A esos, dice Pascal, los
ve Dios y los ángeles, no los cuerpos ni las mentes curiosas. Les basta Dios, como
decía Santa Teresa de Jesús: "Solo Dios basta".
Esto nos permite valorar adecuadamente la humanidad que nos circunda, el
mundo, nuestra sociedad. La mayoría de la gente se queda en el primer nivel, y ni
siquiera sospecha la existencia de un nivel superior de vida y de humanidad. Son los
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que se pasan la vida acumulando riquezas materiales, cultivando únicamente la belleza
física o el vigor y la salud del cuerpo. Según Santa Teresa de Jesús, son los que
permanecen durante toda la vida en el primer piso del castillo interior, es decir, en los
establos, sin subir nunca a los pisos superiores. Otros piensan que el valor supremo
y el vértice de la realidad es la inteligencia, el pensamiento, y aspiran por lo tanto a
realizarse en el ámbito de las letras, de las artes, de la filosofía. Sólo unos pocos
saben que existe un tercer nivel superior a todos, el de la santidad. Superior, porque
afecta a la parte más noble del hombre y no acaba con esta vida, sino que tiene ante
sí la eternidad. Los que saben esto, es decir, nosotros aquí, no se pueden quedar
tranquilos en el primer o en el segundo nivel.
Hemos de superar otro prejuicio a propósito de la santidad. Se trata del
prejuicio de que la santidad es un ideal reservado a una élite que vive en condiciones
especiales, como son los religiosos, los sacerdotes, las religiosas... Todos conocemos
el texto del Concilio Vaticano II que habla de la universal vocación del pueblo de Dios
a la santidad. Entre otras cosas, dice: "Por ello, en la Iglesia todos - lo mismo quienes
pertenecen a la Jerarquía que los apacentados por ella - están llamados a la santidad,
según aquello del apóstol: porque es ésta la voluntad de Dios, vuestra santificación".
Un día, un periodista le preguntó a quemarropa a la Madre Teresa de Calcuta
qué se sentía al ser considerada por todo el mundo una santa. Ella reflexionó un
momento y luego dijo: "Ser santos no es un lujo, es una necesidad". Es cierto, ser
santos no es un lujo, es el deber primero que tenemos en la vida.
Después de esta introducción sobre el sentido y la importancia de la
VOCACIÓN A LA SANTIDAD, pasamos ahora, hermanos, con la ayuda del Espíritu
Santo, se entiende, a ilustrar las tres actitudes fundamentales que hemos de cultivar
con respecto a ella.
En primer lugar, debemos contemplar la santidad en su misma fuente. En
segundo lugar, debemos hacer nuestra esa santidad, acogerla, revestirnos de ella. En
tercer lugar, debemos modelar sobre ella nuestra vida, o como decía Pedro: "ser
santos en toda nuestra conducta".
Tres palabras, por lo tanto, que constituirán los títulos de los tres momentos
que vamos a ilustrar: CONTEMPLACIÓN, APROPIACIÓN E IMITACIÓN.
PRIMERO: contemplar la santidad en su misma fuente. Hablando de la
santidad, la primera cosa que tenemos que aclarar es que es algo que ya existe. No
es necesario y no sería tampoco posible inventarla o crearla por nosotros mismos,
hermanos. La santidad es un producto en el que nadie puede escribir "producción
propia". Hay productos en los que aparece esto: "producción propia", para decimos
que son genuinos, auténticos. No podemos escribir sobre la santidad "producción
propia". Podemos escribir "producción propia" sobre otra cosa: sobre el pecado. La
santidad es Dios mismo. El título predilecto de Dios en Isaías es: el Santo de Israel.
También para María, la Virgen, es este el Nombre propio de Dios: "Su Nombre es
Santo", dice María en el Magnificat. También en la liturgia, en la segunda Plegaria
Eucarística, se dice:
"Santo eres en verdad, Señor, fuente de toda santidad". SANTO, en hebreo,
es KADOS. Tenemos que aprender esta palabra. Isaías escuchó esta palabra; es el
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título más evocador que existe de Dios en la Biblia. El término Kados, Santo, contiene
la idea de separación, de diversidad, Dios es santo porque es el totalmente Otro,
con respecto a todo lo que la criatura puede pensar o hacer. Es "el Absoluto", en el
sentido original de "ab solutus", desligado de todo lo demás y aparte. Es "el
Trascendente", en el sentido de que está más allá de todo lo demás, todas nuestras
categorías.
No obstante, Santo no es un concepto principalmente negativo, que indica
separación v ausencia del mal y de mezcla en Dios, sino un concepto sumamente
positivo. Indica una pura plenitud, pura plenitud. En nosotros, que somos criaturas,
la plenitud nunca está unida con la pureza; una contradice a la otra. Nuestra pureza
se obtiene siempre eliminando algo, purificándonos, es decir, eliminando el mal que
existe siempre en nuestras acciones e intenciones. En Dios no ocurre así, en Él
coexisten pureza y plenitud, y constituyen la suma simplicidad de Dios. La Escritura
expresa perfectamente este concepto diciendo que a Dios nada se le puede añadir y
nada quitar. En cuanto que es suma pureza, nada hay que quitarle; en cuanto que es
suma plenitud, nada hay que se le pueda añadir.
S. Juan expresa la misma idea con la sugestiva imagen de la luz. Dice: "Dios
es luz y en El no hay tiniebla alguna". Dios es, pues, la fuente de toda santidad. Pero
esta santidad divina no está a nuestro alcance, es inaccesible para nosotros. Él es
espíritu, nosotros somos carne, hay un abismo entre nosotros y Él. Dice el Señor: "Yo
soy Dios, soy el Santo". Pero la consoladora respuesta a esta dificultad es que la
santidad de Dios se ha hecho carne y ha venido a habitar entre nosotros. Es lo mismo
que decir: "El Verbo se hizo carne, la santidad de Dios se hizo carne".
Cuando después del discurso en la sinagoga de Cafarnaún sobre el Pan de
Vida y la reacción escandalizada de algunos discípulos, Jesús pregunta a los
apóstoles si también ellos se quieren ir, Pedro responde: "Señor, ¿a quién vamos sino
a Ti?; Tú tienes palabras de Vida Eterna, y nosotros creemos y sabemos que Tú eres el
Santo de Dios".
Es curioso, encontramos esta misma afirmación en la misma sinagoga de
Cafarnaún, pero en un contexto completamente diferente. El Evangelio nos relata
que un hombre poseído por un espíritu inmundo se pone a gritar cuando aparece
Jesús: "¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazareth? Has venido a
destruirnos, sé quién eres Tú (aquí el tono es diferente, no es una proclamación de
fe), el Santo de Dios". La percepción de la absoluta santidad de Cristo se da aquí por
contraste. Los demonios no pueden soportar, aguantar, la presencia de la santidad
de Cristo de tan fuerte como es. Nuestra contemplación de la santidad de Dios se
concentra, pues, ahora, hermanos, en la persona de Jesucristo, Él es la fuente
histórica de toda santidad. Y no tengo suficiente tiempo para ilustrar, contemplar un
poco esta santidad de Cristo. Podemos decir rápidamente que se trata de una
santidad absoluta, tanto en el sentido negativo como en el sentido positivo, es decir,
tanto en cuanto a ausencia de pecado, como en cuanto a adhesión positiva a la
voluntad del Padre. En cuanto al aspecto negativo, ausencia de pecado, Jesús puede
decir: "¿Quién de vosotros puede convencerme de pecado?". En cuanto al aspecto
positivo, de adhesión a la voluntad del Padre, Jesús puede decir: "Yo hago siempre lo
que le agrada a Él. Mi alimento es hacer la voluntad del Padre".
La de Cristo es también una santidad vivida, concreta, no abstracta.
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Todo lo que Jesús nos dice en el Evangelio es su santidad. Las
Bienaventuranzas, ¿qué son las Bienaventuranzas? No son un hermoso programa de
vida que Jesús traza para los discípulos, no, es su Vida, lo que Jesús vivía y se lo
comunica a sus discípulos. Tanto que Él puede decir: "Aprended de Mí, que soy
manso y humilde de corazón. Venid en pos de MÍ".
También es una santidad acrecida. En otras palabras, en Jesús encontramos
una santidad dada que existe desde el comienzo de su vida, desde su Encarnación, y
una santidad adquirida a lo largo de su vida a través de sus actos de obediencia al
Padre, a través de sus "Fiats", de su "Sí"... En Jesús vemos, hermanos, que ser santos
significa ser hombres verdaderos, auténticos. Aquí vamos a hacer un poco de Teología,
¿de acuerdo? Porque los cristianos en la Renovación Carismática no deben
contentarse simplemente con el sentimiento o la moral, sino que tienen que recobrar
las ideas fundamentales de la Historia de la Iglesia, tenemos que formarnos. Ahora
bien, en el Concilio de Calcedonia, que tuvo lugar en el año 451 (esta es una fecha
que los cristianos que aman al Espíritu Santo no deben olvidar), en este Concilio se
definió que Jesucristo es un verdadero Hombre, un Hombre perfecto, y esto en la
antigüedad significaba que es un Hombre completo, es decir, tiene un cuerpo, un alma
y una voluntad y una libertad humanas. Pero hoy en día hay un peligro a este
propósito, un peligro grave. Todos se apresuran a afirmar que Jesús es un verdadero
Hombre, un hombre como nosotros, tanto que hay personas que dicen: "si Jesús fue
un verdadero hombre como nosotros, entonces Él tuvo que conocer también nuestras
tentaciones, rebeldías, debilidades humanas, faltas humanas..."
Ahora pasamos al SEGUNDO momento. Así sabéis que sólo nos quedan dos
momentos. Pasamos al segundo momento que hemos llamado el de la apropiación. A
este respecto, tengo una maravillosa noticia, un alegre anuncio para vosotros,
hermanos y hermanas, este alegre anuncio no es tanto el hecho de que Jesús es el
Santo de Dios, o de que también nosotros estamos llamados a la santidad, no, sino al
hecho de que Jesús nos comunica, nos da, nos regala su misma santidad. Su santidad
es también la nuestra. Es más, Él mismo es nuestra santidad. Está escrito, en efecto,
que Dios lo hizo para nosotros Sabiduría, Justicia, Santificación y Redención. Para
nosotros, no para Sí mismo, pues Él ya era santo.
Pero posiblemente, para entender esto que quiero decir, es indispensable que
tengamos claro en la mente un concepto, una imagen: la del golpe de mano. Antes de
salir de esta Asamblea, hoy tenemos que haber dado todos un golpe de mano.
Podemos llamarlo también golpe de audacia, o golpe de genio, o golpe de fortuna.
"Golpe de mano" es una expresión típica de la lengua francesa difícil de traducir en
otras lenguas. Indica un movimiento rápido, inteligente, hecho en el momento justo,
mediante el cual se resuelve brillantemente una situación difícil, obteniendo un
resultado desproporcionado con respecto a los medios y al tiempo empleados. Es
como tomar un atajo que en un instante te lleva a la meta. Escuchemos la historia de
uno de estos "golpes de audacia" de la fe, narrado por un poeta que ya he citado. Nos
ayudará a entender de qué se trata de una manera muy concreta, muy simple. Un
hombre, dice, tenía tres hijos, que un desgraciado día enfermaron; y sabemos que
este hombre era él mismo. Tenía tres hijos, y uno de ellos después de su muerte dijo
que era un episodio de su vida. Su mujer, continúa él, tenía tanto miedo que estaba
ensimismada, sin decir palabra, y con la frente fruncida. Él, sin embargo, no; él era un
hombre que no tenía miedo de hablar, había comprendido que las cosas no podían
seguir así; por eso había hecho un gesto audaz. Al pensar en ello, incluso se admiraba
un poco pues -hay que decir la verdad- había sido un gesto atrevido. De la misma
forma que se cogen tres niños y se colocan los tres juntos, al mismo tiempo, como
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quien juega en los brazos de su madre o de su nodriza, que ríe y hace exclamaciones
y protesta porque son demasiados para poder sostenerlos, así hizo él, atrevido como
un hombre. Cogió (mediante la oración, se entiende) a sus tres hijos enfermos y,
tranquilamente, los puso en los brazos de quien carga con todos los dolores del
mundo. Y ¿quién carga con todos los dolores del mundo? La Virgen María. Y de
hecho sabemos que hizo una peregrinación de París a Sartre para confiar sus tres
hijos a la Virgen. "Mira (tomamos de nuevo el relato) - decía este hombre - te los doy,
doy la vuelta y echo a correr para que no puedas devolvérmelos. Ahí los tienes."
¡Cómo se alababa por haber tenido el coraje de hacer ese gesto! A partir de aquel día,
todo iba bien, naturalmente, porque era la Virgen quien se ocupaba de todo. Resulta
curioso que no todos los cristianos hagan lo mismo. Es así de fácil, pero nunca se
piensa en lo más fácil. Nosotros pensamos todo el tiempo en lo más difícil. En
resumidas cuentas, somos tontos, por decirlo con una palabra.
Con respecto a la santidad, estamos llamados a dar un golpe de mano
semejante. Después de contemplar la santidad de Cristo, nos la hemos de apropiar,
hacerla nuestra, revestirnos de ella. ¿Acaso no ha dicho Jesús que el Reino de Dios
sufre violencia y que los violentos (es decir, según una buena interpretación, los
decididos, los audaces) lo arrebatan?
Imaginad - en este caso hablo especialmente para las mujeres presentes -
imaginad que estáis ante un escaparate en el que está expuesto un vestido
maravilloso con el que siempre habéis soñado y que parece hecho a vuestra
medida. Miras los bolsillos, cuentas una y otra vez tu dinero y te das cuenta de que
nunca podrás comprarlo. Estás a punto de irte desconsolada, cuando sale el
propietario de la tienda, se dirige a ti y con una sonrisa en los labios, te dice:
"¡Tómalo, es tuyo! Lo he hecho especialmente para ti, póntelo. Me basta saber que
te gusta y que me lo agradeces". ¿No lo consideraríais un auténtico golpe de
fortuna, mujeres? Y sin embargo, ¡qué es un vestido, aunque esté cuajado de
diamantes, en comparación con estas ropas de salvación y con este manto de
justicia, como lo llama la Escritura en Isaías! Brillará y nos hará brillar por toda la
eternidad. Con este traje de boda entraremos en el Reino celeste y nos sentaremos
al banquete de bodas del Cordero.
Pero tratemos de ver dónde se basan unas afirmaciones tan atrevidas.
Algunos cristianos tienen miedo y piensan: "este es un discurso demasiado atrevido,
es un poco protestante". No, hermanos católicos, ¡no es protestante! ¡Esto es un
mensaje católico! Veamos, por lo tanto, dónde se basan estas afirmaciones tan
atrevidas. Sabemos que lo que es de Cristo es más nuestro que lo que es nuestro.
¿Por qué? Por el hecho de que, debido a nuestro Bautismo, "nosotros pertenecemos
a Cristo, dice S. Pablo, más que a nosotros mismos". No somos nuestros, dice Pablo,
pertenecemos a Cristo, que nos ha rescatado con su Sangre. Ahora, también
recíprocamente, si nosotros pertenecemos a Cristo más que a nosotros,
recíprocamente Cristo nos pertenece y es más íntimo a nosotros que nosotros
mismos ¿vale? Parece exagerado y demasiado atrevido lo que estamos diciendo.
Escucha entonces lo que dice S. Bernardo que es un doctor en la Iglesia: "Yo usurpo
de las entrañas del Señor lo que me falta (lo que me falta, en cuanto a santidad),
pues sus entrañas rebosan misericordia. Luego mi único mérito es la misericordia del
Señor. No puedo ser pobre en méritos si Él es rico en misericordia. Y si la misericordia
del Señor es grande, como dice un Salmo, muchos serán mis méritos. ¿Cantaré acaso
mi justicia, Señor? ¡Oh, Señor, yo recordaré sólo tu justicia, porque también es mía. A Ti
te ha constituido Dios fuente de justicia para mí!". ¡Aleluya!
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Pero, mucho antes que S. Bernardo, otro dio este "golpe de mano", un
apóstol: Pablo. En la carta a los Filipenses, él describe su vida antes y después de su
encuentro con Cristo. Dice: "Circuncidado el octavo día, del linaje de Israel, de la
tribu de Benjamín, hebreo e hijo de hebreos, y en cuanto a la Ley fariseo; en cuanto
al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la Ley, intachable".
En la Biblia JUSTICIA es sinónimo de SANTIDAD. Saulo era, pues, uno que trataba de
hacerse santo con sus propias fuerzas, con la observancia de la Ley. Era incluso un
hombre irreprensible. Pero un día encontró a Cristo resucitado y oigamos qué le
ocurrió: "Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida a causa de
Cristo. Y más aún, juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de
Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas y las tengo por basura para
ganar a Cristo y ser hallado en El, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la
que viene por la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios apoyada en la fe".
(Filipenses, cap. 3, 7-9).
Pablo ha dado el "golpe de mano", ha arrojado su pequeña santidad y se ha
apresurado a apoderarse de la gran santidad de Cristo. Imaginemos a un hombre que
camina de noche, a través de un bosque, a la débil luz de una candela; tiene cuidado
de que no se apague, porque es todo lo que tiene para abrirse camino... Sigue
avanzando y llega el alba, en el horizonte surge el sol..., su candela palidece cada vez
más, hasta que no se da cuenta siquiera de que la lleva en la mano y la arroja. Así le
ocurrió a Pablo. La candela o el pabilo vacilante era para él su justicia. Un buen día
apareció en el horizonte de la vida de Pablo (y también en nuestra vida) el Sol de
Justicia e inmediatamente su justicia le pareció pérdida, basura... Desde aquel
momento, ya no quiso ser hallado con "su santidad" sino con la de Cristo.
Si nos hemos dado cuenta, hermanos, el apóstol nos ha desvelado también
cómo se da este "golpe de mano", dónde está el secreto. Está en la fe. La santidad de
Cristo se nos transmite por contacto, algo así como sucede con la energía eléctrica. La
energía eléctrica se transmite sólo por contacto, puede pasar muy cerca de mí, pero si
no la toco, no recibo la sacudida. ¡Tengo que tocarla! Así es la santidad de Cristo,
tenemos que tocarla, tener contacto. Ahora bien, el contacto con Cristo se hace a
través de la fe. Decía S. Agustín: "Toca a Cristo quien cree en Cristo".
Un segundo medio, estrechamente ligado a la fe, son los Sacramentos,
especialmente uno, la Eucaristía. En ella entramos en un contacto, no solo espiritual,
sino también real con Cristo, que es la fuente misma de la santidad. Decía un Padre
oriental: "En la Eucaristía Cristo se entrega a nosotros y se funde con nosotros,
cambiándonos y transformándonos en Sí como una gota de agua en un océano infinito
de ungüento perfumado. Tales son los efectos que pueden producir este ungüento en
quienes lo encuentra. No solo nos perfuma simplemente, sino que transforma su
misma sustancia en el perfume de aquel ungüento, y nosotros nos convertimos en el
buen olor de Cristo".
Pero no tenemos que quedarnos en vaguedades, la santidad de Cristo nos
transmite el Espíritu Santo, es el Espíritu Santo la santidad de Cristo. Decir que
participamos en la santidad de Cristo es como decir que participamos del Espíritu de
Cristo, dice S. Juan en su primera carta: "En esto conocemos que permanecemos en Él
y Él en nosotros, en que nos ha dado su Espíritu".
Y ahora, el TERCER y último momento. El tercer momento es el de la
imitación:
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Os recuerdo: 1. LA CONTEMPLACIÓN. 2. LA APROPIACIÓN. 3. LA
IMITACIÓN
La Biblia nos habla de santidad, a veces en indicativo y a veces en
imperativo. En ocasiones dice: "Vosotros sois santos", que es un indicativo. O bien:
"Habéis sido santificados", que de nuevo es un indicativo. Ahora, en cambio, nos dice:
"Sed santos", que es un imperativo.
Nuestra santificación se presenta en unas ocasiones como algo ya realizado,
y en otras como algo que se ha de realizar. Unas veces como un DON y en otras
como un DEBER. Hay un texto en el que el apóstol Pablo define a los cristianos al
inicio de la primera carta a los Corintios:
"Los cristianos son los santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos".
Al mismo tiempo, pues, nosotros somos santificados y santificandos. No se
podría decir de un modo más claro que, con respecto a la santidad, hay una parte que
nos corresponde a nosotros. Veamos en qué consiste este deber nuestro de hacernos
santos y cómo se puede adquirir o aumentar la santidad recibida en el Bautismo.
Se suele decir que la santificación del hombre consiste en HACER LA
VOLUNTAD DE DIOS, que la voluntad de Dios es una especie de principio formal de
la santidad, se decía en lenguaje escolástico. Y que, por ello, el grado de santidad de
una persona se mide por el grado de conformidad a la voluntad de Dios. Esto es
certísimo. Pero ¡qué difícil es para nosotros conocer la voluntad de Dios y qué fácil es
confundir nuestra voluntad con la de Dios y salir todo el tiempo "con la suya"! Pero
Dios ha salido a nuestro encuentro, ha manifestado de una vez para siempre toda su
voluntad en Jesús. Se puede decir que Él ha impreso ante nuestros ojos todo lo que
tenemos que hacer: es imitarlo. La imitación de Cristo es ahora la regla fundamental y
la vía para hacerse santos. Por eso he dicho que el tercer momento es el momento de
la imitación, de la imitación de Cristo, hermanos y hermanas.
Después de haber CONTEMPLADO la santidad de Cristo y después de
habernos APROPIADO de ella en la fe, nos falta IMITARLA, y esta es la tarea de toda
la vida, no ciertamente de dos días de una Asamblea Nacional.
Una autora ha escrito: "Como la edad media se había desviado cada vez más a
acentuar el lado de Cristo como MODELO, modelo que se tiene que imitar, Lutero
acentuó el otro lado afirmando que Jesús es el DON y que sólo a la fe corresponde
aceptar este don". Una contraposición radical: Jesús como modelo a imitar. La
reacción de Lutero: No, Jesús es un don que se recibe simplemente extendiendo la
mano. Pero ahora ha llegado el tiempo, hermanos, de superar estas viejas
contraposiciones entre los cristianos, entre fe y obras, para realizar finalmente la
síntesis católica y ecuménica. Jesús es, al mismo tiempo, el DON que se ha de recibir
mediante la fe y el MODELO que hay que imitar en la vida.
Jesús mismo nos empuja a ello cuando dice: "Aprended de Mí". Y Pablo nos
lo recuerda cuando escribe: "Sed, pues, imitadores de Dios como hijos queridos y vivid
en el amor", porque el amor es el objeto principal de la imitación.
No se trata de añadir a la santidad recibida en el Bautismo y en la Eucaristía
una santidad diversa, hemos dicho que sobre la santidad no se puede escribir
"producción propia", no hay santidad de "producción propia". Por lo tanto, no se trata
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de añadir algo a la santidad recibida. Lo que tenemos que hacer es conservar y
desarrollar la santidad que hemos recibido. "Es necesario -dice el texto del Concilio
Vaticano II que hemos recordado - que con la ayuda de Dios, los cristianos conserven
y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron". Nuestra aportación personal
a la santidad es, sobre todo, de orden negativo. No consiste en añadir algo a la
santidad de Cristo, sino en eliminar algo, eliminar los obstáculos que impiden en
nosotros que la santidad de Cristo aparezca.
La santidad es semejante a la escultura. Miguel Ángel, que además de ser
pintor era escultor, dijo que la escultura es el arte de quitar. Todas las otras artes se
practican añadiendo algo, el color sobre la tela en la pintura, una piedra a otra en la
arquitectura, un sonido a otro en la música; sólo la escultura se practica quitando,
haciendo caer los pedazos inútiles para que surja la obra de arte. El escultor no añade
nada, sólo quita. Se cuenta que un día Miguel Ángel, paseando por un jardín de
Florencia, vio un bloque de mármol informe, sucio y abandonado y semienterrado. Se
paró de repente como si hubiese visto a alguien, y a los que estaban con él les dijo:
"En ese bloque está encerrado un ángel, quiero sacarlo". Y agarró el cincel para
esculpir un ángel. También Dios nos mira, hermanos, tal como somos, semejantes a
aquel bloque de piedra tosco y anguloso, al menos a mí, y dice: "Ahí dentro hay
escondida una criatura maravillosa, está la imagen de mi Hijo Jesús, quiero sacarla a
la luz". En este momento, Dios Padre mira a cada uno de nosotros y dice: "En esta
persona, bajo esta apariencia, está escondida la imagen de mi Hijo; quiero sacarla".
Y ¿qué hace Dios cuando quiere sacar la imagen de su Hijo? ¿Cuál es el
cincel de Dios? La cruz. Por esto tenemos que hablar un poco de mortificación. "Si con
el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis" dice Pablo. La mortificación es
también obra ella del Espíritu Santo. Si con el Espíritu Santo hacéis morir o mortificáis
las obras del cuerpo viviréis, pero aquí hay lugar para nuestra libertad, nuestro
compromiso. Estamos llegando a algo muy concreto, hermanos, se decide aquí quién
llegará y quién no llegará a la santidad.
Las obras de la carne que hay que mortificar las encontramos en la carta de
S. Pablo a los Gálatas. La tradición las ha resumido en los famosos siete vicios
capitales que, por supuesto, "nadie de entre nosotros conoce ni sabe qué son" y por
eso voy a repetirlos: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia, pereza. Aquí tenemos
nuestro campo de trabajo, los pedazos inútiles que hemos de eliminar día tras día.
Hemos visto que en su significado más antiguo la palabra SANTO quiere decir
SEPARADO, y nosotros debemos separarnos de nosotros mismos, de nuestras
tendencias malas, de la carne y del mundo. La Escritura liga esta separación del
mundo con la santidad: "Como hijos obedientes – dice - no os conforméis con las
apetencias de antes, más bien, así como el que os ha llamado es Santo, así también
vosotros sed santos en toda vuestra conducta".

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